Durante años pensamos en el estrés como una molestia pasajera, algo que se resolvía con vacaciones o con un poco de “cintura personal”. Pero en la última década esa tensión dejó de ser episódica y se volvió crónica. Hoy hablamos de burnout: un estado de agotamiento emocional, físico y mental que afecta a millones de personas y que ya no se puede explicar solo como “falta de resiliencia”.
Lo que antes parecía un problema individual empieza a reconocerse como un síntoma organizacional. Y esa diferencia lo cambia todo.

Del síntoma individual al problema estructural
Durante mucho tiempo, la narrativa empresarial fue clara: si alguien se sentía sobrepasado, el problema era suyo. Debía aprender a manejar su tiempo, controlar sus emociones, hacer más yoga o usar alguna app de meditación.
El artículo de MIT Sloan señala algo incómodo: esas intervenciones son, en gran medida, un maquillaje. El burnout surge de entornos de trabajo que exigen más de lo que ofrecen, que premian la disponibilidad constante y que dejan poco espacio para la recuperación.
Vale la pena hacerse una pregunta: ¿qué sentido tiene pedir resiliencia si no cambiamos las condiciones que generan el desgaste?
Productividad a cualquier costo: el modelo que se agota
El discurso de “dar siempre un poco más” ha sido rentable para muchas empresas, pero hoy se convierte en un búmeran. Jornadas extendidas, conexión fuera de horario y objetivos crecientes generan una fatiga silenciosa que no se resuelve con beneficios aislados.
Las consecuencias son claras: aumento de la rotación, caída del compromiso, pérdida de talento y, paradójicamente, menos productividad. Como dice el estudio, la obsesión por producir más termina destruyendo la base misma de esa producción.
La pregunta es directa: ¿qué tan sostenible es un modelo que logra resultados inmediatos, pero quema a las personas en el camino?

Soluciones reales: rediseñar el trabajo, no maquillar el estrés
Los enfoques efectivos no tienen que ver con charlas motivacionales ni con sumar beneficios (perks) que no cambian lo esencial. Se trata de rediseñar la forma en que se organiza el trabajo.
Algunas prácticas simples pero poderosas:
- Revisar la carga de reuniones y establecer horarios claros de desconexión.
- Ajustar métricas de desempeño que incentivan la sobrecarga.
- Dar más autonomía a los equipos para decidir cómo alcanzar objetivos.
- Promover pausas reales, no solo en discurso.

Cuidar la energía como un recurso estratégico
Pensar en burnout no es solo un tema de salud mental: es un tema de estrategia. Un equipo agotado no innova, no arriesga y no puede sostener proyectos a largo plazo.
En ese sentido, la energía se vuelve un activo organizacional tan valioso como el capital financiero. Cuidarla no es un gesto de bienestar, es una decisión que impacta directamente en la competitividad.
Tal vez la pregunta que deberíamos hacernos es esta: ¿qué pasaría si gestionamos la energía de nuestros equipos con la misma seriedad con la que gestionamos los presupuestos?
Cierre
La “edad del burnout” no tiene que ser nuestro destino inevitable. Puede ser, en cambio, la señal que nos invita a revisar cómo trabajamos, qué modelos sostenemos y qué queremos construir en nuestras organizaciones.


